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El General y El Cardenal

Perón hizo con los montoneros lo que Francisco hace con los anticristinistas.

Carolina Mantegari - 23 de septiembre 2014

El Asís cultural

El General y El Cardenalescribe Carolina Mantegari
Editora del AsísCultural
especial para JorgeAsísDigital

«…la experiencia de nuestra época demuestra que los príncipes que han hecho grandes cosas no se han esforzado en cumplir su palabra…» Denis Jeambar e Yves Roucaute, de “Elogio de la traición”

 

Para el universo sorprendido es Francisco, El Papa providencial. Es el austero predicador de la paz, gestor del reencuentro indispensable de las grandes religiones monoteístas. El estadista que envía lazos generosamente históricos hacia China, a través de Ricardo Romano, el pensador que -acaso- mejor lo interpreta.
Para la sorprendida Argentina, país de cultura peronista, instalado en el «fin del mundo», Francisco adquiere la magnitud de Juan Domingo Perón. Más aún, lo supera.
Así como Perón, en 1973, dejó colgados del pincel a los abnegados jóvenes de la Tendencia que arriesgaron la vida por la causa del regreso, Francisco, en 2014, deja colgados del pincel a los fervorosos antikirchneristas que lo sostuvieron durante la otra resistencia.

Pero aclaremos: ni Perón traicionó a los montoneros (que lo utilizaron de canal), ni Francisco traiciona hoy a los críticos implacables del kirchnerismo (que desanimados creen que Francisco les pertenecía).
El General y El CardenalSon contingencias lógicas de la política clásica. Ya tratadas con lucidez en “Elogio de la traición”, texto medular de dos -cuando no- ensayistas franceses. Denis Jeambar e Ives Roucaute.
Sin embargo no hace falta ningún rigor académico para abordar los atributos de la traición en la historia del peronismo, entendido como sinónimo de sistema político.
El Exégeta justifica y legitima:
«Perón era un grande, y en su ocaso le interesó unir a la Argentina. Pero no pudo lograrlo. Le faltó tiempo. Como estadista tomó la acertada decisión de despojarse de quienes pretendían acelerar una revolución que no sentía. Aunque quebrara dolorosamente las ilusiones de muchos militantes que lo acompañaron, con el supuesto falso de creer que Perón volvía para construir el socialismo”.

“Del liderazgo de El General se pasó al liderazgo de El Cardenal”.

La sentencia se publicó en el portal, en 2006. Cuando Jorge Bergoglio, El Cardenal -el futuro Francisco- derrumbó con firmeza espiritual el proyecto de permanencia de Néstor Kirchner, El Furia. En Misiones. Cuando El Cardenal autorizó, al extinto Obispo Piña, a ampararse en San Miguel Arcángel y luchar contra el mal, que en aquella instancia consistía en oponerse en el plebiscito destinado a permitir la continuidad de Carlos Rovira, el discípulo de Ramón Puerta.
El General y El CardenalDetrás del pretexto Rovira, El Cardenal había advertido que se encontraba la ambiciosa maniobra de El Furia. Para «santacrucificar» la Argentina entera.
Por entonces El Furia mantenía la hegemonía del país en el bolsillo. Sin decirlo, aspiraba a la reelección permanente. Nadie se la podía negar, el empresariado ganaba dinero y estaba a sus pies, mientras la oposición se derruía ante la impotencia generalizada.
Al voltear El Cardenal el ensayo Rovira, nace la candidatura presidencial de La Doctora.
En adelante, El Cardenal pasó a ser el enemigo fundamental de El Furia. O sea del kirchnerismo que se encontraba en pleno esplendor.
Para evitar la voz de El Cardenal, los reclamos tácitos de su presencia inmaculada, La Doctora y El Furia optaron por los senderos del grotesco. Hasta trasladar los festejos del 25 de mayo hacia dispares provincias. Para no escucharlo. Aunque los fastos del 25 aludían al acontecimiento municipal. De Buenos Aires.

Así como El General, en la mítica resistencia, contó con el apoyo de las «formaciones especiales», que tenían su propia agenda y le facilitaban la utopía del regreso, El Cardenal, en la resistencia del olvido, encontró el apoyo interesado de los peronistas disidentes sueltos. A quienes se les sumaba el gorilismo de ocasión. A los efectos relativamente republicanos de soportar los desbordes ninguneadores del matrimonio poderoso que se disponía a permanecer, en un democrático «cuatro por cuatro».El General y El Cardenal Cuatro para La Doctora y próximos cuatro para El Furia, al que también le iba a faltar el tiempo. Como al General.
Para colmo, con loas, astucias y mangos, La Doctora y El Furia supieron captaron el apoyo generacional de los sobrevivientes. Los que se sintieron desechados (por El General) en los 70. Los incorporaron, junto a sus descendencias, y con los descendientes de las víctimas, al redituable «relato» de los dos mil.
Por su parte, los peronistas disidentes, desparramados pero con capacidad de daño, se las ingeniaron para tajear la impostura de la frágil argumentación Kirchner-cristinista, que traficaba las desgracias selectivas, utilitarias, con los muertos puntuales que les convenía. Hasta que los disidentes los provocaron con cierta habilidad, con la celebración de José Rucci, otro muerto, pero que al kirchnerismo le convenía olvidar. Dirigente sindical asesinado -pero nunca reconocido- por los Montoneros caricaturales que volvían a tallar.
La misa que se celebró por la memoria de Rucci, en 2007, transcurrió en la Catedral de Buenos Aires. La casa de El Cardenal.

Plano doméstico

Pasada la conmoción, en el plano doméstico, la transformación de El Cardenal en el Papa Francisco, en 2013, pudo ser equiparable al regreso de El General, en 1973.
Dos Jefes del peronismo. Pronto, con algún desenfado, el portal calificó al Vaticano como la nueva Puerta de Hierro (por el nombre de la residencia de El General, en Madrid).
La comparación hoy ya es un lugar común. Se la utiliza para aludir a una instancia superior.
El General y El CardenalYa con El Furia extinto, La Doctora debió tragarse la píldora amarga de la nominación del enemigo como Papa. Golpe intenso que se recibió como un «cross a la mandíbula», como solía afirmar un inspirado novelista. Mientras ensayaba un monólogo en la colorida kermesse de Tecnópolis.
El desconcierto tormentoso sólo se aplacó, según nuestras fuentes, cuando Eduardo Valdés -próximamente El Nuncio Móvil- logró persuadirla, con un recurso típico de peronismo explícito, acerca de la necesidad política de iniciar una nueva relación con el enemigo. Que era, ahora, el Papa. Y podía llevársela puesta como un echarpe.
Pero lo que menos iba a querer el Papa era pelearse de entrada con la Presidente del país de origen. Como mensaje de garantía, El Nuncio Móvil le propuso a La Doctora que incluyera en su comitiva, para la consagración, a una queridísima amiga del Papa. Una de las tres grandes amigas que tiene. De la magnitud, por ejemplo, de la audaz periodista que había sido ardiente y bella, hoy una dama bien casada. O de la dulce abogada, conductora del influyente «adrianismo», viuda de un entrañable sindicalista. Y otra eficaz abogada, muy amiga del próximo Nuncio Móvil, que se había jugado por El Cardenal cuando lo atacaba frontalmente el periodista más destructivo. Don Horacio ya le había dedicado un par de libros y demasiadas columnas de domingo. Lo estampaba con la peor imagen. Como un cura colaboracionista. Un exceso.

La contención

El General y El CardenalEntonces, desde que La Doctora le llevó aquel desubicado mate de regalo, se inició una admirable relación con Francisco. El Nuncio Móvil había acertado.
Francisco comenzó la faena de contener a La Doctora, quien disminuida solía ponerse nerviosa ante la imponencia de Su Santidad. La pobre muchacha sexagenaria de Tolosa no sabía cómo comportarse. Se veía torpe. Dependía, en adelante, del enemigo dispuesto a olvidar. Se la hacía fácil.
Los anticristinistas suelen ser, en general, bastante más irascibles e insoportables que los propios cristinistas. Al principio entendían, de mala gana, que el Papa debía mantener una relación amable con la máxima autoridad del gobierno de su país.
Sin embargo pasaban los meses, transcurrían los escarpines de Brasil, los almuerzos de contención en Santa Marta se repetían, se multiplicaban los diálogos telefónicos, y la relación Doctora-Francisco evolucionaba favorablemente. Parecía que hasta acordaban en cuestiones estratégicas. Francisco se transformaba en su pilar sustancial.
«Cuiden a Cristina», les decía Francisco a los peronistas desopilantes que iban a visitarlo, a los empresarios que iban a sacarse una foto, así fuera en la tanda colectiva de los miércoles. Se volvían con el mismo consejo. «Cuídenla». Saboreaban, también espiritualmente contenidos, el caramelo de madera, sin siquiera con azúcar impalpable.
Cada día les costaba más aceptar la nueva situación. Pero los anticristinistas virulentos aún interpretaban que el Papa quería ayudarla a llegar, sin aproximarle en ningún momento la línea de llegada. Con su aire espiritual debía llegar a diciembre de 2015.

Último viaje

De todos modos, el desconcierto de los anticristinistas sobrepasó el límite de la desconfianza con las postales cristinistas del último viaje.
Cuando se lo vio a Francisco bastante más gordito pero muy feliz, como un abuelito en navidad. Sonreía con orgullosa ternura, entre la camiseta de La Cámpora, que le obsequiaba el sensible Larroque que enternecía, y los tentadores salamines de Mercedes que le entregaba El Wado, el que se jacta de manejar jueces, como Julián, El Soberbio de Lanús.
El General y El CardenalCon los ojos iluminados de amor, Francisco recibía los regalos. Al cierre del despacho, aún no le llegó dedicado ningún libro de don Horacio.
Mientras tanto, cualquier mortal, creyente o no, ya comprendía que el trabajo de Papa es, en cierto modo, espiritualmente insalubre. Al extremo de tener que escuchar, con el rostro absorto y sereno, que a La Doctora la habían amenazado los terroristas del Estado Islámico. Que los jihadistas tenían deseos de cubrirla con un batón naranja, para arrodillarla, como si fuera una sciolista del montón para ser decapitada.
La cuestión que Francisco estaba cómodo entre tanta euforia cristinista. Para espanto de los anticristinistas que recordaban, en cierto modo, a los nostálgicos muchachos de la Tendencia. Los que sentían, en la Plaza de Mayo de los setenta, que el General los expulsaba por imberbes. Porque le reprochaban, con pucheritos y reclamaciones, que estaba «lleno de gorilas el gobierno popular».

En adelante, la parábola de El Cardenal y El General puede perfeccionarla el analista más reposado.
Para sintetizar, El Cardenal, con los antikirchneristas que lo sostuvieron, hace algo similar a lo que hizo El General con los montoneros.
Pasarlos al cuarto. Contingencias lícitas de la política. Consagrar el derecho del príncipe a modificarse. Como lo estudiaron Jeambar y Roucaute, en «Elogio de la traición». Y sin adherir a la idea del Octavo Círculo del Dante, reservado a los traidores en La Divina Comedia.
El Exégeta remata la crónica:
«Aquí no hay espacio para ninguna traición. Francisco es un grande que está más allá, y sólo quiere, como lo quiso El General, el bien de la Argentina. Es el gran estadista que tiene el mundo entre sus competencias, pero que pugna para que el gobierno del país de origen concluya su ciclo con normalidad».

Carolina Mantegari
para JorgeAsisDigital.com
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