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El nacionalismo tardío

Arrancó Menem con los huesos de Rosas. Lo sigue Cristina con la Vuelta de Obligado.

Carolina Mantegari - 23 de noviembre 2010

El Asís cultural

El nacionalismo tardíoescribe Carolina Mantegari
Editora del Asís-Cultural,
especial para JorgeAsísDigital

Desde la impostura frontalmente progresista, La Elegida complementa el operativo de neutralización del nacionalismo.
El operativo fue iniciado por Menem, en las vísperas de la impostura neoliberal.
Paradojas del peronismo impostor.
Lo gravitante es que, cada tanto, suelen vaciarse las reivindicaciones argumentales del nacionalismo. Se las expropian.
El secreto, para mantener confortados a los nacionalistas, consiste en brindarles, de pronto, aquello que, con frecuente insistencia, reclaman.
Para apoderarse, acaso tardíamente, de sus propósitos siempre enaltecedores. Hasta hacerlos propios.
Es la mejor manera de pasarlos, directamente, a los pobres nacionalistas, al cuarto.

Ensalada del maniqueísmo

Durante décadas, los nacionalistas reclamaron por la repatriación de los restos de don Juan Manuel de Rosas.
Es -Rosas- la figura emblemáticamente divisoria.
El muro. Entre la historiografía denominada oficial, la construida por Bartolomé Mitre y Vicente Fidel López. Y la historia apodada revisionista. Con la construcción que impulsaran los hermanos Irazusta. Aunque con el antecedente invalorable de Adolfo Saldías, aquel mitrista inocente que se quedó en el medio.
Pero el exponente arquetípico de los revisadores es José María Rosa. Otro Pepe.
Los huesos de Rosas, el Tirano y el Restaurador, yacían inofensivamente, desde 1877, en Southampton. Hampshire, Inglaterra. Donde correspondía. En el exilio habitual.

El nacionalismo es el sentimiento primario, patrióticamente romántico, que suele repugnarle a Mario Vargas Llosa.
Como producto cultural, fue ideológicamente importado, desde Francia, en los años veinte, del siglo veinte.
Desde 1934, los nacionalistas argentinos, con relativa influencia del maestro Charles Maurras, insistían con aquella reivindicación de los huesos.
La Argentina ya amenazaba con la severa adicción hacia la necrofilia, que se profundizaría en la primera década del siglo veintiuno.
De todos modos, la insistencia siempre mantenía la atmósfera de alguna saludable provocación política.
Entonces, el nacionalismo era el reducto principista de la derecha pasional. Venía seducida, en el casino de la segunda guerra mundial, por las bondades efectistas del Eje. Contraria, por lo tanto, a los atributos maléficos de los Aliados.
En general, la derecha nacionalista se auto-fagocitaba en las alteraciones institucionales que solía aprovechar, invariablemente, la derecha más prolija, liberal.
Los golpistas nostálgicos iban generalmente al frente, pero, los que pasaban por la ventanilla, eran siempre los liberales.
En el plano conspirativo militar el mecanismo citado supo ser patético.
Para cada Uriburu siempre había un Justo. Para cada Lonardi, un Aramburu.
Con el paso trunco de las décadas, la condimentada ensalada del maniqueísmo, con esquemático fervor, admitía el surgimiento de una línea patriótica.
Se extendía, la línea, desde José de San Martín hacia Juan Domingo Perón. Escala técnica, casi obligada, en Juan Manuel de Rosas. Con el anexo del rescate de los caudillos populares del interior, que le brindaba el contenido folklórico.
La fascinación de la «barbarie», en definitiva, se imponía para impugnar a los detestables oligarcas de la «civilización».
La contraparte era la línea ilusoriamente liberal. La que estaba vigente, y por lo tanto era reaccionaria. Rescataba las transformaciones generadas desde Bernardino Rivadavia. Las innovaciones de Domingo Faustino Sarmiento (el otro divisorio). Y los arrebatos de Bartolomé Mitre (quien había decidido fundar la historia argentina, a través de un par de biografías literariamente perdonables).
Por supuesto, se asistía a la celebración de todos los proscriptos que combatían a Rosas. Desde Montevideo.

1989. Septiembre

«Los nacionalistas quieren Rosas, bueno, hay que darles entonces Rosas y que se dejen de j…» sentenció aquel luminoso estratega menemista de 1989.
Entonces Menem, a los nacionalistas, les trajo, para calmarlos, los restos de Rosas (aún se desconocía, para las kermesses, la efectividad festivalera de Fuerza Bruta).
En septiembre de 1989, la delegación fue comandada por el imperecedero Julio Mera Figueroa. Es quien rescató, para la patria, los huesos del Restaurador, que yacían en el cementerio de Southampton.
Los momentos conmovedores fueron compartidos también por el estanciero don Manuel de Anchorena. Por el dirigente Ignacio Brach, El Gallo, por el cantante Roberto Rimoldi Fraga y el periodista Francois Lepot.
La epopeya de trasladar el ataúd de Rosas (madera que tenía 112 años), hacía París. Los especialistas introdujeron los huesos en otro cajón, un siglo más moderno.
Del ataúd anterior sólo había quedado, apenas, según nuestras fuentes, un clavo.
En otro momento estremecedor el grupo de patriotas decidió, por unanimidad, que el clavo fuera conservado por Roberto Rimoldi Fraga.
Llegó, para la ocasión, un avión especial de la Fuerza Aérea Argentina. Conste que el Brigadier General don Juan Manuel de Rosas fue despedido, por el gobierno socialista de Francia, con los honores que equivalían a un Jefe de Estado.
En Rosario, esperaban al Restaurador miles de gauchos, a caballo. Mera Figueroa había cumplido con la instrucción.

2010. Noviembre

21 años después, la señora Cristina, La Elegida, prosigue aquella posta de Menem.
Los nacionalistas eran los únicos que solían celebrar la mitología de La Vuelta de Obligado.
Aludía al episodio heroico en que el Restaurador, don Juan Manuel, junto a su cuñadito Lucio Mansilla, en noviembre de 1845, decidieron frenar el avance imperialista de Inglaterra y de Francia.
Justamente a Inglaterra, el imperio que iba a darle a Rosas el cobijo, en su próximo exilio, y la piadosa sepultura, durante 112 años.
Y a Francia, que lo despediría, en 1989, con la salva de cañonazos que le elevaban la jerarquía de estadista inmortal.
La conmemoración de La Vuelta de Obligado era también una manera de provocar a la sensible historiografía oficial. La que se empecinaba en señalar, tan sólo, las abundantes barbaridades de Rosas. «El Pequeño». Para acentuar, en simultáneo, el espíritu romántico de los proscriptos de Montevideo que leían Amalia. De Mármol.

«Los nacionalistas piden por La Vuelta de Obligado. Bueno, hay que darles entonces Obligado y que se dejen de j…» pudo sentenciar el estratega luminoso del kirchnerismo, que aún no se había extinguido.
Entonces La Elegida, para confortar a los nacionalistas agrietados, apostó por la interpretación del historiador improvisado. El más transversal. Pacho O’Donnell. Epígono involuntario de Felipe Pigna.
Gran cultor -O’Donnell- del consenso. La flexibilidad patriótica supo habilitarlo para ser el funcionario cultural de Alfonsín. Después, inalterablemente, de Menem. Y para ser, en la actualidad, también el ideólogo inalterablemente histórico de Cristina. A los efectos de exaltar la gesta del cadenazo. Y de transformar, la anhelada reivindicación de las cadenas de La Vuelta de Obligado, en otro feriado más.
Para lucimiento de los fuegos artificiales de Fuerza Bruta. Para el regocijo de los veraneantes anticipados.
Emocionaba verla a Cristina, de negro distante, rigurosamente dolida, con el fondo monumental de las cadenas (que interrumpieron aquel paso de los invasores). Y con la presencia del fuego, símbolo del patriotismo que no cesa, como el rayo de Miguel Hernández. Dispuesta a adquirir, tardíamente, la significación del nacionalismo, sentimiento que tanto le disgusta a Vargas Llosa.
Con la voz ancestral de la señora Teresa Parodi. Con los rostros compungidos de los funcionarios, de los aplaudidores del elenco estable. De la señora de Bonafini, parte eterna de la escenografía. Junto a los oportunos carteles que exaltaban la pasión reelectoral de Granados, el poli-leal minigobernador de Ezeiza.
Granados también, más aún que el Pacho, estuvo digestivamente identificado con Menem. Con Duhalde. Ayer con Néstor y hoy con Cristina. Y mañana, vaya a saberse.

En los noventa, con Menem, Rosas fue útil para neutralizar los efectos negativos del avance privatizador del neoliberalismo.
En el 2010, con Cristina, Rosas ya nos sirve para que los progresistas se muestren menos zurdos. Pueden servirse, a canilla libre, de súbito romanticismo nacionalista.
Ambos -Menem y La Elegida- mantienen, tanto detrás, como adelante, al costado, y siempre, la reasignación pragmática del discurso peronista. Reversiblemente adaptable, ideal al bolsillo de cualquier historiografía.

Carolina Mantegari
para JorgeAsísDigital

Permitida la reproducción sin citación de fuente.

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